miércoles, 22 de septiembre de 2010

Más leña para la misma hoguera



Aunque no les guste a los hegelianos oficiales, es totalmente válido ver a Hegel como un romántico que reniega del romanticismo. La escisión de Hegel consiste en ser al mismo tiempo un profesor burgués "filisteo" (o mejor dicho, fariseo) y un nigromante, una especie de mago Merlín, como lo llama Giovanni Papini. “Lo que un hegeliano llamaría la idea del romanticismo es la adoración del yo… el yo que quiere afirmarse a sí mismo, hacerse centro del mundo, meta de las admiraciones…” y alcanza finalmente la apoteosis del lirismo ditirámbico, el colmo del romanticismo: “La esencia del romanticismo es, pues, el culto del yo, o sea, el individualismo; la liberación del yo, o sea, el espíritu de rebelión; el contraste entre el yo y las cosas, o sea, la contradicción continua y dolorosa.”

Sigue diciendo Papini: “Parece que a Hegel le da náuseas la claridad y se embriaga de absurdo. En algunos momentos sus libros parecen documentos de locura del lenguaje; amasijos de palabras oscuras y sonoras que están juntas porque el filósofo las ha juntado por fuerza.” Aunque no debemos ser injustos con Hegel: la filosofía, después de todo, no es más que “una serie de problemas inconcebibles a los que se dan soluciones igualmente inconcebibles.” Pero todo ese delirio romántico que busca aniquilarse a sí mismo resulta insostenible, demasiado “prestidigitador” por un lado y demasiado conciliador y unitario por otro: “A los rebeldes auténticos les parece demasiado burgués, a los conservadores sedentarios les parece demasiado agitador.” Hegel termina por destruir a Hegel: “después de haber querido mostrar su omnipotencia, acaba descubriendo su impotencia.” En vez de sabiduría, nos ha dado “palabras y nada más que palabras” (Papini, G. El crepúsculo de los filósofos. Mateu, Barcelona, 1961. Recomiendo esta joya a los millones que me leen).



¿Y qué decir de los hijos de Hegel? Bueno, si hablamos de Marx y Nietzsche, se trata de dos hijos rebeldes que lucharon a brazo partido por diferenciarse del padre. Pero Hegel es también el padre de toda la filosofía académica que actualmente se apoltrona en las universidades, llenando cuartillas y cuartillas de transcripciones de aire caliente. No me gusta hablar mal de gente que apenas conozco, pero cuando oigo hablar de la “nada que nadea” o del “fenómeno del ser y el ser del fenómeno,” recuerdo lo que Juan Nuño (Sentido de la filosofía contemporánea, p. 100) llama “drástica observación” de Neurath: “Las teorías de Einstein son expresables de alguna forma en el lenguaje de los bantúes, pero no las de Heidegger.” Los bantúes, pigmeos o yanomamis terminarían por entender si se les habla del sol, de la luz, del espacio y el tiempo como cosas “empíricamente verificables;” pero si les dicen que el sentido del pensamiento es esperar la llegada del Ser, es posible que no entiendan porque sus lenguajes tal vez ni siquiera tienen necesidad de un verbo Ser.


Para los positivistas nuevos o viejos, la metafísica es apenas un resultado indeseable de meros “abusos del lenguaje.” Pero aquí aterrizamos en otro extremismo o reduccionismo. Yo prefiero invocar una vez más a Epicuro, el gran maestro de la moderación: postulamos el materialismo como sustento imprescindible para la ciencia verdadera, pero nos negamos a caer en el determinismo. Es preferible “aceptar las leyendas de los dioses que inclinarse bajo el yugo de la fatalidad impuesta por los fisiólogos” (Diógenes Laercio X, 134). Es reconfortante comprobar la incesante actualidad del Sabio del Jardín.

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